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jueves, 29 de enero de 2015

TOO FAST....TOO FURIOUS

A parte de trabajar en una empresa totalmente vinculada al mundo tecnológico y de la toma de decisiones empresariales (Business Intelligence), poseo en mi exigua (pero de gran calidad) cartera social a un muy querido amigo dedicado a la informática.

En una de estas largas conversaciones que mantenemos de vez en cuando, en las que tratamos de perfeccionar la cuadratura del círculo o de determinar si los ángeles son realmente transexuales indecisos, me soltó una de esas grandes verdades de escasas palabras que tienen la virtud de quedarse marcadas en la mente. Afirmó que vivimos inmersos en un mundo que nos ha acostumbrado a que, al pulsar un botón, debe pasar algo sí o sí....y normalmente de forma inmediata.

Este efecto acción-reacción inaplazable queda muy lejos de otro estilo de vida en el que, justamente la paciencia y el confiar en que sucederá aquello que aún no ha sucedido, forma parte de la existencia de muchas personas. Mi pensamiento, en este sentido, me lleva a los hombres del campo que deben primero labrar, después sembrar, regar y tratar la cosecha para, tras meses de esperanzas y esfuerzos vean aparecer el fruto que  todavía deben dejar madurar para luego recolectar.

No me imagino hoy en día a un joven de nuestra actual sociedad con el sosiego suficiente para esperar ni tan siquiera la cosecha de su propio porvenir...tanto es así que, incluso cuando aún están sembrando en los institutos y las universidades el grano que les alimentará en un futuro, no dejan de apuntarse a cursos, seminarios, actividades complementarias o prácticas agotadoras que suman puntos a su currículum.

Luego pasa que, tras años de estresante preparación, cuando por fin consiguen su primer trabajo, sus expectativas quedan tan por encima de la realidad, que la frustración les impele a ir todavía a por más...a prepararse aún mejor, a sembrar continuamente grano sobre grano en un afán enfermizo por obtener una mies imposible cuando, cualquier campesino sin tanto currículum, le puede explicar la importancia del aclareo del fruto para obtener un rendimiento mayor.

Así, llegar a los 35 años y sentir que la vida no te ha devuelto ni la mitad de lo invertido es lo normal...Tanto correr para llegar a la fiesta de cumpleaños de una reina de corazones loca y terminar en un partido absurdo de croquet que ni siquiera puedes ganar.

Existe un análisis por la red muy bien traído por el que, si hacemos caso de las recomendaciones que nos hace la sociedad, los médicos y la publicidad referente al momento para el descanso, o para hacer unas digestiones tranquilas, practicar un poco de ejercicio, dedicar algo de tiempo a socializar, reservarnos un espacio a estar informado sobre el mundo en el que vivimos y formarnos, atender a nuestros seres queridos y ser eficaces en nuestra vida laboral...terminariamos necesitando días de más de 48 horas.

Lo peor de de esta sociedad del "aquí, ahora, rápido, ya, quiero más, corre que no llego" tan exigente es que este estilo de vida hiperactivo nos sumerge en una desconexión total de nuestras emociones desviándonos de lo que realmente es importante: ésto es...VIVIR. Porque por mucho que lo pretendamos nunca llegamos a todo y, aún así, nos sentimos obligados a intentarlo de todas formas.

Con esto ha nacido una nuevo trastorno psicológico llamado la enfermedad de la prisa consistente en que, cuando ya la persona se siente desbordada por este tratar de abarcar más y más rápido, su cuerpo le empieza a mandar señales de alerta con trastornos digestivos o del sueño, terminando en un cuadro clínico de agotamiento profundo si no le hace el caso debido.

Y lo peor es que ni nos damos cuenta de esta inercia en la que nos metemos y que nos hace estar enfadados desde que nos levantamos....a veces vas por la calle y delante de ti una persona camina a un paso tranquilo y hasta te estorba. Terminas diciéndole en tu interior aquello tan recurrente entre los conductores..."si no sabes pisarle, ponte a la derecha y no entorpezcas!.

En definitiva....demasiada velocidad y demasiado mosqueo mañanero para terminar el día con la sensación de que la vida se te va y no vas a conseguir tus objetivos más importantes...entre ellos ser feliz y vivir de otra manera a como lo hace tu vecino que se pasa la vida tomando pastillas para todo (para dormir, para despertarse, para tener energía, para quitarse las energías del estrés, para subir, para bajar y hasta para ir de lado).

La única solución a esta espiral viciosa es apearse de la montaña rusa aunque sea en marcha; detenernos y reconectarnos con nuestras emociones para, simplemente, oírnos los propios sentimientos, o al cuerpo que nos grita que ya no puede más y, después, darnos el tiempo que necesitemos para reorganizar nuestros objetivos y prioridades de forma adecuada.

La fuerza centrifuga nos va a lanzar, en el mejor de los casos, más allá del bosque...y eso será lo preferible, porque tendremos una visión desde la lejanía sobre qué es lo que debemos cultivar en verdad. Y el golpe puede ser doloroso si es la primera vez que lo haces...reconocer que vamos en la dirección contraria a lo que siempre habíamos soñado a veces es muy duro.

Quizás está se la forma más clara y sencilla de explicaros aquello mío tan manido de las "vacaciones de mi misma" que trato de hacer al menos una vez al año. Algunos incluso pensarán que es una pérdida de tiempo y que, realmente, deberíamos emplear el tiempo en fortalecer nuestro cuerpo y nuestra mente para sobrevivir a la vida que nos ha tocado en suerte...y a ver si así conseguimos llegar al final de ella con la sensación de que, al menos, ha sido intensa.

Yo sinceramente prefiero parar de vez en cuando para no acabar haciendo mía esta frase que alguien colgó en internet;

 "al término de mis días encontré por fin el sentido a la vida....
y era para el otro lado!"
















jueves, 22 de enero de 2015

PUERTAS ENTREABIERTAS

Recibir en casa visitas de las personas que estimamos es siempre gratificante, y más para una persona solitaria como yo que, cual lobo estepario, busca conscientemente la soledad pero que, pasado un largo periodo de mirar el techo desde la alfombra y de completar puzzles meditando en segundo plano, muchas veces busca el calor de la manada en las frías noches de luna llena.

Como digo, es algo maravilloso encontrar al volver del trabajo la casa iluminada y los ruidos que provienen de la cocina cuando, alguien que te quiere, está preparándote la cena.

Ya veis...mucha libertad y autosuficiencia pero a la hora de hablar de estos detalles y gestos soy la que más los ensalza y echa de menos.

Pero tener a alguien en casa supone también perder intimidad y tener que guardar parte de tus costumbres en un cajón para dejar espacio a las costumbres de esa persona que, al menos temporalmente, forma parte de tu día a día.

Siendo muy franca conmigo misma, también he de reconocer que, tantos años de soltería bien aceptada y asimilada, nos vuelve un poco salvajes y que, pasadas unas semanas de dulce convivencia, las cosas se empiezan a descuadrar y el espacio construido para los hábitos ajenos terminan pareciéndote demasiados holgados.

Una de las cosas que menos soporto en esta convivencia, es encontrarme con las puertas entreabiertas...fijaros qué cosa más insulsa y sin sentido le puede hacer perder la paciencia a una persona a la que todo el mundo ve como de la más serenas y tranquilas. Aunque mirándolo bien,  hay leyendas urbanas que cuentan que manías mas tontas han provocado divorcios y casi asesinatos.

Pues sí...ese es mi punto débil desde que, allá en mi juventud, me acostumbre a caminar por casa descalza y casi siempre a oscuras. Pocos son los que me han visto en mi salsa, y saben que continuo haciéndolo sin tapujos si quien me visita es de mi total confianza (eso y sentarme en la alfombra en vez de quedarme en el sofá o leer el periódico en posturas raras). 

Cuando caminas en la seguridad de conocer perfectamente el pasillo de tu casa, dónde están situados los obstáculos y a qué altura se encuentran las puertas que has de cruzar, pasa que, una de dos, o extiendes la mano con intención de abrirla sabiendo que están cerradas, o simplemente avanzas en la seguridad de que están abiertas del todo.

Que la puerta está entreabierta (o entrecerrada...según te levantes más positivo o que la botella la hayas visto medio vacía esa mañana) te hace suponer automáticamente, al alargar el brazo e introducirlo justo por la rendija que queda abierta, que tienes el paso franco y entonces avanzas con esa creencia...El resultado, en el mejor de los escenarios, es un golpe en la punta de los dedos del pié (la avanzadilla del cuerpo...y en mi caso si protección), o en toda la nariz (la segunda linea de ataque del cuerpo en movimiento) si tengo algo menos de suerte.

Extrapolando a otras facetas de nuestra psique, soy consciente de que en esta vida tenemos una gran predisposición a no cerrar del todo las puertas cuando dejamos atrás una etapa de nuestra vida aún siendo conscientes de que, difícilmente, se puede (o se debe) volver a traspasar ese umbral. He de reconocer que para mi, cerrar una puerta a cal y canto me produce una gran amargura...una sensación de fracaso inmensa y terrible que deseo eludir en la misma medida con la que evito por todos los medios irme de un lugar pegando un ruidoso portazo.

Somos de naturaleza cobarde y tomar según que decisiones poco gratas, nos hace sentir aún más el miedo a que, algún día, descubramos que nos hemos equivocado tras tomar una mala decisión desde la pasión, dejando a nuestras espaldas todas las naves quemadas e inservibles.

Al igual que me pasa a mi en el largo pasillo de casa cuando camino a oscuras y descalza, creo que a menudo nos golpeamos una y otra vez con esas puertas a medio cerrar en la creencia de que, si no las palpas con la mano extendida que te guía, es porque están abiertas de nuevo y la puedes volver a cruzar con seguridad.

Pero también sospecho que esta aptitud nada tiene que ver con otra de las grandes debilidades del ser humano...la de querer nadar y guardar la ropa en un triste e imposible deseo de no tener que elegir entre dos cosas que nos gustan. Pienso que el no cerrar las puertas del todo solo nos ocurre cuando, lo vivido tras ella, ha sido tan maravilloso que te parece imposible que pueda haberse acabado.

Siempre nos queda la sensación de que, si tenemos que salir de esa habitación malva, es solo porque las circunstancias en ese momento así lo exigen...aunque, puede ser (ese es nuestro deseo) que reaparezca de nuevo la coyuntura perfecta que te permita retomar ese trozo de vida justo en el mismo lugar en que lo dejaste. Simplemente encajamos la puerta sin terminar de cerrarla por nostalgia y con el anhelo de pensar que,como dicen los de Quito, solo te hayas ido a volver.

Después pasan los años y, un día, esa rendija descarada con la que te golpeas a veces, te grita desde su oscuridad algo que no entiendes siquiera...porque ha pasado tanto tiempo, que esa habitación ya no te dice nada ni contiene nada que eches de menos....Entonces, y aún con cierta melancolía, la atrancas suavemente comprendiendo que es el momento de cerrarla para que no te moleste al caminar por el gran pasillo de puertas abiertas que tienes en casa.

Dice nuestro amigo Paulo Coelho que siempre hay que cerrar algunas puertas, no por orgullo o soberbia, sino porque ya no te llevan a ninguna parte.

Yo ya he cerrado muchas puertas, algunas incluso con esa ira que nadie recomienda... pero también reconozco que hay algunas, que mas que entreabiertas, las he dejado abiertas del par en par hasta el final de mi vida porque, lo que hay tras ellas, es lo que conforman los sueños que me impulsan cada día a volar.