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jueves, 22 de enero de 2015

PUERTAS ENTREABIERTAS

Recibir en casa visitas de las personas que estimamos es siempre gratificante, y más para una persona solitaria como yo que, cual lobo estepario, busca conscientemente la soledad pero que, pasado un largo periodo de mirar el techo desde la alfombra y de completar puzzles meditando en segundo plano, muchas veces busca el calor de la manada en las frías noches de luna llena.

Como digo, es algo maravilloso encontrar al volver del trabajo la casa iluminada y los ruidos que provienen de la cocina cuando, alguien que te quiere, está preparándote la cena.

Ya veis...mucha libertad y autosuficiencia pero a la hora de hablar de estos detalles y gestos soy la que más los ensalza y echa de menos.

Pero tener a alguien en casa supone también perder intimidad y tener que guardar parte de tus costumbres en un cajón para dejar espacio a las costumbres de esa persona que, al menos temporalmente, forma parte de tu día a día.

Siendo muy franca conmigo misma, también he de reconocer que, tantos años de soltería bien aceptada y asimilada, nos vuelve un poco salvajes y que, pasadas unas semanas de dulce convivencia, las cosas se empiezan a descuadrar y el espacio construido para los hábitos ajenos terminan pareciéndote demasiados holgados.

Una de las cosas que menos soporto en esta convivencia, es encontrarme con las puertas entreabiertas...fijaros qué cosa más insulsa y sin sentido le puede hacer perder la paciencia a una persona a la que todo el mundo ve como de la más serenas y tranquilas. Aunque mirándolo bien,  hay leyendas urbanas que cuentan que manías mas tontas han provocado divorcios y casi asesinatos.

Pues sí...ese es mi punto débil desde que, allá en mi juventud, me acostumbre a caminar por casa descalza y casi siempre a oscuras. Pocos son los que me han visto en mi salsa, y saben que continuo haciéndolo sin tapujos si quien me visita es de mi total confianza (eso y sentarme en la alfombra en vez de quedarme en el sofá o leer el periódico en posturas raras). 

Cuando caminas en la seguridad de conocer perfectamente el pasillo de tu casa, dónde están situados los obstáculos y a qué altura se encuentran las puertas que has de cruzar, pasa que, una de dos, o extiendes la mano con intención de abrirla sabiendo que están cerradas, o simplemente avanzas en la seguridad de que están abiertas del todo.

Que la puerta está entreabierta (o entrecerrada...según te levantes más positivo o que la botella la hayas visto medio vacía esa mañana) te hace suponer automáticamente, al alargar el brazo e introducirlo justo por la rendija que queda abierta, que tienes el paso franco y entonces avanzas con esa creencia...El resultado, en el mejor de los escenarios, es un golpe en la punta de los dedos del pié (la avanzadilla del cuerpo...y en mi caso si protección), o en toda la nariz (la segunda linea de ataque del cuerpo en movimiento) si tengo algo menos de suerte.

Extrapolando a otras facetas de nuestra psique, soy consciente de que en esta vida tenemos una gran predisposición a no cerrar del todo las puertas cuando dejamos atrás una etapa de nuestra vida aún siendo conscientes de que, difícilmente, se puede (o se debe) volver a traspasar ese umbral. He de reconocer que para mi, cerrar una puerta a cal y canto me produce una gran amargura...una sensación de fracaso inmensa y terrible que deseo eludir en la misma medida con la que evito por todos los medios irme de un lugar pegando un ruidoso portazo.

Somos de naturaleza cobarde y tomar según que decisiones poco gratas, nos hace sentir aún más el miedo a que, algún día, descubramos que nos hemos equivocado tras tomar una mala decisión desde la pasión, dejando a nuestras espaldas todas las naves quemadas e inservibles.

Al igual que me pasa a mi en el largo pasillo de casa cuando camino a oscuras y descalza, creo que a menudo nos golpeamos una y otra vez con esas puertas a medio cerrar en la creencia de que, si no las palpas con la mano extendida que te guía, es porque están abiertas de nuevo y la puedes volver a cruzar con seguridad.

Pero también sospecho que esta aptitud nada tiene que ver con otra de las grandes debilidades del ser humano...la de querer nadar y guardar la ropa en un triste e imposible deseo de no tener que elegir entre dos cosas que nos gustan. Pienso que el no cerrar las puertas del todo solo nos ocurre cuando, lo vivido tras ella, ha sido tan maravilloso que te parece imposible que pueda haberse acabado.

Siempre nos queda la sensación de que, si tenemos que salir de esa habitación malva, es solo porque las circunstancias en ese momento así lo exigen...aunque, puede ser (ese es nuestro deseo) que reaparezca de nuevo la coyuntura perfecta que te permita retomar ese trozo de vida justo en el mismo lugar en que lo dejaste. Simplemente encajamos la puerta sin terminar de cerrarla por nostalgia y con el anhelo de pensar que,como dicen los de Quito, solo te hayas ido a volver.

Después pasan los años y, un día, esa rendija descarada con la que te golpeas a veces, te grita desde su oscuridad algo que no entiendes siquiera...porque ha pasado tanto tiempo, que esa habitación ya no te dice nada ni contiene nada que eches de menos....Entonces, y aún con cierta melancolía, la atrancas suavemente comprendiendo que es el momento de cerrarla para que no te moleste al caminar por el gran pasillo de puertas abiertas que tienes en casa.

Dice nuestro amigo Paulo Coelho que siempre hay que cerrar algunas puertas, no por orgullo o soberbia, sino porque ya no te llevan a ninguna parte.

Yo ya he cerrado muchas puertas, algunas incluso con esa ira que nadie recomienda... pero también reconozco que hay algunas, que mas que entreabiertas, las he dejado abiertas del par en par hasta el final de mi vida porque, lo que hay tras ellas, es lo que conforman los sueños que me impulsan cada día a volar.










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